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Y mis verduras, orgánicas


El hecho de que nuestro país ya sea mayoritariamente urbano presenta el reto de que cada vez existan menos personas dedicadas a la producción de alimentos al tiempo que aumenta el número de bocas que alimentar.

En los países industrializados esto se ha resuelto con recursos financieros e incentivos gubernamentales que han permitido que la producción de alimentos se industrialice y, de paso, genere ganancias muy generosas para la iniciativa privada.

La producción industrializada de alimentos (y aquí me refiero a cultivos y al ganado de todo tipo, no a alimentos procesados) es una solución basada en el desarrollo de tecnologías que permiten que los consumidores tengan acceso a alimentos baratos.

Aunque también ha surgido una preocupación por la calidad de dichos alimentos, sobre todo entre los estratos con mayores ingresos y mejor acceso a la educación. Éstos urbanitas están dispuestos a pagar precios más altos por alimentos obtenidos de una producción sea más amigable con el ambiente, más local y de menor escala.

Si bien en México el acceso a productos de producción local ya era relativamente generalizado, como lo pueden constatar quienes "hagan el mandado" en un tianguis o mercado de barrio, es cada vez más frecuente encontrar en las ciudades de nuestro país a cooperativas de consumidores en las que el público interesado paga una membresía que permite al grupo buscar cosechas locales a buen precio, además de compañías que ofrecen alimentos producidos en sitios cercanos y con proceso ambientalmente amigables.

Sin embargo, en un país como México, el acceso a productos orgánicos-llamados así sólo cuando los productores contratan a una compañía certificadora, generalmente extranjera-es un lujo que pocas personas pueden darse. Aquí, la urbanización no ha sido seguida por un aumento en los ingresos familiares y existen más personas en pobreza alimentaria-es decir, que sus ingresos no les permiten consumir suficientes nutrientes-que nunca en la historia, la mayoría de los consumidores no se preocupa por el tipo de productos que consume, sino por la disponibilidad y suficiencia de los alimentos de cada día.

Ante realidades como la de nuestro país, las ciencias agropecuarias enfrentan al menos dos retos urgentes. Primero, demostrar que los alimentos orgánicos efectivamente son más sanos y más seguros que los producidos por métodos convencionales (porque existe debate al respecto). Después, desarrollar la tecnología—ya sean máquinas, nuevas variedades o prácticas agrícolas—necesaria para que estas operaciones de pequeña escala puedan aumentar su producción, sin perder la calidad, y con ello reducir el precio que paga el consumidor hasta que sea accesible para todos.

De otra forma podríamos acabar con un sistema de producción de alimentos para los ricos y otro para los pobres en este país con severos contrastes económicos [recordemos que oficialmente somos ese México industrializado, miembro de la OCDE, con todo y epidemia de obesidad]. Sin embargo, al paso que vamos podríamos terminar sin sistema alimentario alguno: unos podrán manejar en su camioneta de ocho cilindros al súper orgánico más cercano y comprar uvas de Chile, naranjas de la Florida y aguacates de California, mientras que los otros tendrán que contentarse con lo que esté disponible en el almacén de descuento del barrio, aunque sea leche de Chernobyl.

Pero, ¿a quién le toca garantizar la seguridad alimentaria? En primera instancia, al Estado. En un país con niveles tan heterogéneos de desarrollo, el gobierno en turno tendría que, por un lado, regular a la industria para que produzca alimentos seguros y nutritivos para que no sigamos engordando. Por otro lado, tendría que otorgar subsidios alimentarios a las personas que se encuentren en pobreza alimentaria; en teoría esa es la función de programas como Solidaridad, Progresa, Oportunidades y la reinvención del agua tibia que nos receten en el próximo diciembre.

Sin embargo, las acciones gubernamentales siempre serán insuficientes para sacar de la pobreza alimentaria a la mitad de la población del país y para fomentar un sistema de abasto alimentario suficiente y de calidad-basta ver la paradoja del TLCAN: mientras que en el país se ha fomentado la producción exitosa de hortalizas de alto valor para exportación, cada año se tiene que importar maíz para producir suficientes tortillas).

En este sentido, hace poco tuve una discusión con un connotado investigador sobre agricultura orgánica de la Universidad de California, quien está convencido de que el mercado es el que va a obligar a mejorar los sistemas de producción de alimento. Yo no estoy tan de acuerdo. Tal vez el mercado funcione como regulador California y en Nueva York, o incluso en algunas zonas de la Ciudad de México y Monterrey, pero no en comunidades dónde la cuestión no es "qué comer" sino "si hay qué comer" cada día.

El reto es de la sociedad civil. En este mundo de economía globalizada –y más en este país, que se aventó a las aguas neoliberales sin salvavidas– los gobiernos son cada vez menos capaces –o, de plano, están menos dispuestos– de acotar las acciones de las grandes compañías trasnacionales y de otros poderes fácticos que operan en el mercado. Toca entonces al sector social educar tanto a consumidores como a tomadores de decisiones, así como vigilar las acciones del gobierno y de las grandes compañías.

Después de todo, sin justicia alimentaria será imposible alcanzar la tan añorada democracia.

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