Los resultados presentados en el Simposio Internacional de Investigación sobre la Mariposa Monarca en octubre del año pasado eran preocupantes. Pero la alarma comenzó a resonar con la opinión cuando medios de estados unidos retomaron la noticia y alertaron que en años recientes el número de mariposas monarca que llegan a los bosques michoacanos durante el invierno se ha reducido de manera considerable.
La crónica de la travesía de la mariposa monarca es de todos conocida. Las poblaciones de la mariposa del sur de Canadá y de Estados Unidos inician en agosto una migración hacia el sur. El destino final de la mayoría de las “expediciones” suelen ser los bosques de oyamel localizados alrededor de la frontera de Michoacán y el Estado de México. Ahí las mariposas se refugian durante el invierno y emprenden el viaje de regreso al norte durante la primavera. Sin embargo, debido a la distancia y la longevidad de las mariposas, ningún individuo logra realizar el viaje completo, sino que tres o cuatro generaciones hacen relevos cada año.
El Departamento de Estado del país vecino tiene a Michoacán en una lista de lugares poco seguros para visitar. Sin embargo, parece poco plausible que los lepidópteros acaten esas restricciones de movilidad. La causa de la disminución de los números de visitantes invernales parece ser doble. En ambos casos tiene origen humano.
La primera, que debe preocuparnos, tiene que ver con el calentamiento atmosférico. Aparentemente, los inviernos en Estados Unidos se han vuelto menos severos –o eso parecía, hasta antes del invierno en curso–, lo cual permite que las mariposas permanezcan en algunos de los sitios intermedios y que no sea necesario completar el viaje hasta los santuarios en nuestro país.
La segunda causa es francamente alarmante y tiene que ver con el sistema agroalimentario de Estados Unidos. Va un poco de contexto. Así como en México las mariposas se establecen casi exclusivamente en los bosques de oyamel, durante el viaje el viaje uno de sus alimentos favoritos es el néctar de las flores de varias especies del género Asclepias. Algunas de estas son consideradas malezas agrícolas en los estados del centro norte de Estados Unidos, dónde la mayoría del maíz que se siembra es genéticamente modificado. Una de las variedades presenta resistencia al herbicida glifosato. Esto se traduce en que que en las zonas agrícolas de estados maiceros como Iowa –que produce tres veces más maíz que todo México–, Kansas o Indiana, las mariposas se encuentran con hectáreas y hectáreas de maíz y ni una sola flor de Asclepias para alimentarse. Por otro lado, también existe evidencia de que el polen de otra variedad de maíz transgénico que contiene una toxina de origen bacteriano para combatir a las plagas agrícolas puede ser tóxico para las mariposas.
Efectos indirectos del uso masivo de organismos genéticamente modificados, como el declive de las poblaciones de mariposa monarca, apenas están siendo detectados. Por ejemplo, no tenemos una idea clara del posible efecto del rastrojo de variedades genéticamente modificados en la microbiota del suelo encargada de descomponer y remineralizar los nutrientes.
¿Qué se hace en estos casos? En un mundo ideal, podríamos esperar que Estados Unidos le baje al cultivo de maíz genéticamente modificado. Pero si no los hemos podido convencer de que modifiquen sus políticas de venta de armas que también terminan en Michoacán, es menos realista esperar que procuren el bienestar de un simple insecto. Una alternativa es echar mano de dos herramientas de la biología de la conservación: los corredores biológicos y la ciencia ciudadana. Con una buena campaña de comunicación y concienciación de los agricultores del centro-norte de Estados Unidos sería muy posible designar áreas en las que especies de Asclepias y otras plantas sean toleradas, permitiendo que las mariposas se alimenten. Estas “islas” de diversidad biológica también favorecerían la presencia de otros polinizadores, que se encuentran muy amenazados.