Este año es el 230° aniversario del fallecimiento de Carl von Linné, el padre de la taxonomía, mejor conocido en la literatura académica como Carolus Linæus o, simplemente, Linneo. Su obra Sistema Naturae, publicada en 1735, es la base de la clasificación de los seres vivos, aún en nuestros días.
Pero, ¿qué hay detrás de un nombre científico? El latín era la lingua franca de la ciencia en los tiempos de Linneo (recientemente descubrí usos vestigiales del idioma en algunas iglesias guanajuatenses), por lo que la usó para describir a las especies. Es más, aún en la actualidad, cuando los botánicos encuentran una nueva especie, el artículo en el que la presentan en (su) sociedad (científica) debe llevar una descripción del bicho escrita en latín.
El nombre científico de una especie tiene dos componentes. El primero es el género, al cual pertenecen varias especies muy relacionadas. Éste tiende a ser un sustantivo y su inicial se escribe con mayúscula. El segundo componente es el llamado epíteto específico. Generalmente se trata de un adjetivo que califica al género y se escribe con minúsculas. Por ejemplo, la semana pasada hablamos de los piojos de Homo sapiens. En el caso de nuestra especie, el género (Homo) es el sustantivo latino para “humano”. Mientras que el epíteto específico (sapiens) se refiere a que es “sabio”. Dice el doctor Juan Luis Cifuentes Lemus, biólogo extraordinario y fundador de muchas de las escuelas de biología en nuestro país, que siendo honestos deberíamos llamarnos Homo tarugus, considerando el estado de deterioro en el que tenemos al planeta. De cualquier forma, el epíteto específico nos permite distinguir entre nuestra especie y los parientes cercanos como el Homo erectus (“erecto”, pero no en referencia al consumo de citrato de sildenafil) o el Homo ergaster (“trabajador”).
Uno debe referirse a una especie por su nombre científico completo. Sin embargo, se puede usar el género solo cuando se refiere colectivamente a varias de las especies que lo conforman. Por su parte, el epíteto específico no tiene sentido por sí mismo. Por ejemplo, la mosca de la fruta, que es la mártir de la genética, se llama Drosophila melanogaster. Y en nuestro país hay una culebra de agua que se llama Thamnophis melanogaster. El epíteto específico compartido, simplemente se refiere a que la especie en cuestión tiene la panza prieta.
La necedad de botánicos y zoólogos de escribir los nombres científicos con letra cursiva no es gratuita. Esta costumbre nos ha sido impuesta por los editores de los diversos medios impresos que utilizamos, quienes esgrimen cuanto manual de estilo tienen a la mano. La etiqueta indica que las palabras en lengua extranjera, como es el caso del latín, deben tener un estilo diferente que el resto del texto. De hecho, cuando empecé el doctorado, hace no tanto tiempo (al final del apogeo del Word Perfect 5.1), la mayoría de las revistas científicas todavía pedían que las palabras en cursiva más bien se subrayaran para facilitar la composición (¡a mano!) de las galeras. En aquellos tiempos, todavía se enviaban los manuscritos por correo. Antes de que me tiren carrilla los lectores más jóvenes, déjenme aclarar que nunca me tocó preparar manuscritos a máquina. No quiero ni pensar la pesadilla que habría sido hacer correcciones en la introducción y, como consecuencia, tener que mecanografiar de nuevo todo el manuscrito.
El lenguaje de la ciencia ha cambiado a lo largo de la historia. Dichos cambios han respondido, entre otros factores, a la influencia que tiene cierta lengua en cierta área del conocimiento. Por ejemplo, en el caso de la botánica después del latín se utilizó mucho el francés y después el alemán. En ese sentido, me tocó leer algunos trabajos clásicos en dicha lengua que habían sido publicados a principios del siglo XX (aquí “leer” se refiere a la acepción de Jorge Cham). En la actualidad la lingua franca para la ciencia es el inglés. Más allá de nacionalismos y de presiones ejercidas por los sistemas de evaluación de la ciencia en México, creo que es positiva la anglo-dominancia de la literatura científica. Por lo menos, desde un punto de vista práctico. Utilizando dicha lengua puedo leer (que no “leer”) los trabajos de los colegas del norte de África y el sureste asiático, quienes enfrentan problemáticas similares a las de nuestro país. Si cada quien publicara en su lengua, exclusivamente, estaríamos perdiéndonos de conocimiento muy valioso.
Como siempre, nos despedimos invitando a los lectores a visitar el blog de esta latinizada columna, en www.ecolibrios.com, y a dejar sus epítetos sobre la entrega de esta semana en la lengua franca de su preferencia.
Pero, ¿qué hay detrás de un nombre científico? El latín era la lingua franca de la ciencia en los tiempos de Linneo (recientemente descubrí usos vestigiales del idioma en algunas iglesias guanajuatenses), por lo que la usó para describir a las especies. Es más, aún en la actualidad, cuando los botánicos encuentran una nueva especie, el artículo en el que la presentan en (su) sociedad (científica) debe llevar una descripción del bicho escrita en latín.
El nombre científico de una especie tiene dos componentes. El primero es el género, al cual pertenecen varias especies muy relacionadas. Éste tiende a ser un sustantivo y su inicial se escribe con mayúscula. El segundo componente es el llamado epíteto específico. Generalmente se trata de un adjetivo que califica al género y se escribe con minúsculas. Por ejemplo, la semana pasada hablamos de los piojos de Homo sapiens. En el caso de nuestra especie, el género (Homo) es el sustantivo latino para “humano”. Mientras que el epíteto específico (sapiens) se refiere a que es “sabio”. Dice el doctor Juan Luis Cifuentes Lemus, biólogo extraordinario y fundador de muchas de las escuelas de biología en nuestro país, que siendo honestos deberíamos llamarnos Homo tarugus, considerando el estado de deterioro en el que tenemos al planeta. De cualquier forma, el epíteto específico nos permite distinguir entre nuestra especie y los parientes cercanos como el Homo erectus (“erecto”, pero no en referencia al consumo de citrato de sildenafil) o el Homo ergaster (“trabajador”).
Uno debe referirse a una especie por su nombre científico completo. Sin embargo, se puede usar el género solo cuando se refiere colectivamente a varias de las especies que lo conforman. Por su parte, el epíteto específico no tiene sentido por sí mismo. Por ejemplo, la mosca de la fruta, que es la mártir de la genética, se llama Drosophila melanogaster. Y en nuestro país hay una culebra de agua que se llama Thamnophis melanogaster. El epíteto específico compartido, simplemente se refiere a que la especie en cuestión tiene la panza prieta.
La necedad de botánicos y zoólogos de escribir los nombres científicos con letra cursiva no es gratuita. Esta costumbre nos ha sido impuesta por los editores de los diversos medios impresos que utilizamos, quienes esgrimen cuanto manual de estilo tienen a la mano. La etiqueta indica que las palabras en lengua extranjera, como es el caso del latín, deben tener un estilo diferente que el resto del texto. De hecho, cuando empecé el doctorado, hace no tanto tiempo (al final del apogeo del Word Perfect 5.1), la mayoría de las revistas científicas todavía pedían que las palabras en cursiva más bien se subrayaran para facilitar la composición (¡a mano!) de las galeras. En aquellos tiempos, todavía se enviaban los manuscritos por correo. Antes de que me tiren carrilla los lectores más jóvenes, déjenme aclarar que nunca me tocó preparar manuscritos a máquina. No quiero ni pensar la pesadilla que habría sido hacer correcciones en la introducción y, como consecuencia, tener que mecanografiar de nuevo todo el manuscrito.
El lenguaje de la ciencia ha cambiado a lo largo de la historia. Dichos cambios han respondido, entre otros factores, a la influencia que tiene cierta lengua en cierta área del conocimiento. Por ejemplo, en el caso de la botánica después del latín se utilizó mucho el francés y después el alemán. En ese sentido, me tocó leer algunos trabajos clásicos en dicha lengua que habían sido publicados a principios del siglo XX (aquí “leer” se refiere a la acepción de Jorge Cham). En la actualidad la lingua franca para la ciencia es el inglés. Más allá de nacionalismos y de presiones ejercidas por los sistemas de evaluación de la ciencia en México, creo que es positiva la anglo-dominancia de la literatura científica. Por lo menos, desde un punto de vista práctico. Utilizando dicha lengua puedo leer (que no “leer”) los trabajos de los colegas del norte de África y el sureste asiático, quienes enfrentan problemáticas similares a las de nuestro país. Si cada quien publicara en su lengua, exclusivamente, estaríamos perdiéndonos de conocimiento muy valioso.
Como siempre, nos despedimos invitando a los lectores a visitar el blog de esta latinizada columna, en www.ecolibrios.com, y a dejar sus epítetos sobre la entrega de esta semana en la lengua franca de su preferencia.