Aunque en México celebramos el día del biólogo el 25 de enero –ese día en 1961 se fundó el Colegio de Biólogos de México– el 12 de febrero sería una fecha más apropiada, pues en 1809 nació Charles Darwin. Su obra más conocida, El origen de las especies por medio de la selección natural o La preservación de razas favorecidas en la lucha por la vida, se publicó en 1859 y marcó un hito en el entendimiento que tenemos sobre la evolución de las especies.
Por alguna razón, Darwin retrasó dos décadas la publicación de El origen de las especies, el primer registro de que había dado con el concepto de selección natural data de 1837, en sus notas. La publicación finalmente la desencadenó el hecho de que Alfred Wallace llegó a conclusiones similares y estuvo a punto de comerle el mandado. Una posible explicación –o, siendo precisos, una especulación muy popular– del retraso en la publicación es que Darwin era un hombre profundamente religioso y sus conclusiones sobre la forma en la que cambian y surgen las especies pudieron haberle causado conflictos filosóficos severos.
Recordemos que durante la primera mitad del siglo XIX la idea del origen de las especies por medio de la creación especial, es decir, por acción divina, era ampliamente aceptada. Fue hasta principios del siglo XX cuando un decreto del Papa Pío X acotó los alcances de la manipulación divina a los humanos. Finalmente, Juan Pablo II aceptó la realidad de la evolución en 1996 y la Comisión Teológica Internacional, entonces presidida por el cardenal Ratzinger, aceptó en 2004 la plausibilidad del Big Bang y admitió que la acción divina era, en todo caso, indirecta.
En la actualidad difícil encontrar un campo de las ciencias biológicas que no haya sido abordado en la extensa obra de Darwin, desde conceptos fundamentales como la selección natural hasta las peculiaridades dentales de la recién repatriada Julia Pastrana. Por ejemplo, uno de los últimos libros de Darwin, La formación de humus vegetal por la acción de las lombrices, describe sus observaciones sobre cómo las lombrices de tierra son capaces de degradar material vegetal y formar suelo. Una de mis partes favoritas es la descripción de un experimento muy sencillo, pero muy elegante, en el que Darwin dejó una roca en la superficie de su cultivo de lombrices y documentó cómo se hundía poco a poco, debido a la degradación del material vegetal que la sostenía.
A estas alturas un estudio como éste podría parecernos ocioso, pero a finales del siglo XIX este tratado comprensivo sobre la formación del humus y sobre la biología de las lombrices fue un éxito editorial, como lo ilustra el hecho de que en su primer año de publicación se vendieron más de seis mil ejemplares. Más aún, en el presente siglo, más de una docena de artículos científicos siguen citando este trabajo; si bien, la mayoría lo hacen por razones históricas y para documentar el pedigrí de su línea de investigación (“Darwin ya pensaba en estos temas…”).
Despedimos esta columna, en el aniversario de Darwin, con un fragmento de “La formación de humus…” sobre que describe las ‘cualidades mentales’ de las lombrices: “Hay poco que decir al respecto. Hemos observado que las lombrices son tímidas. Se puede dudar si en realidad sufren tanto dolor al ser heridas como lo parecen expresar con sus contorsiones. A juzgar por las ganas con las que se alimentan de ciertos tipos de comida, deben disfrutar del placer de comer. Su pasión sexual es lo suficientemente fuerte para sobreponerse por un tiempo a su repudio a la luz. Probablemente presentan trazas de sociabilidad, pues no parecen molestarse cuando se arrastran unas sobre las otras y, a veces, yacen en contacto…”.