La semana pasada discutimos la noción de que debido a que el maíz es el cereal que más se cultiva en el mundo y a que cada vez son más importantes –en términos económicos– los usos industriales que los alimentarios, el maíz está sujeto a una presión homogeneizadora. Es decir, se siembran pocos maíces en grandes extensiones. Mientras que la mayoría de los maíces no se siembran o se producen en muy pequeña escala.
Como lo comentó un lector, la producción de la mayoría de los maíces nativos están blindados del mercado internacional porque se producen para el auto-consumo. Esto implica que los agricultores pueden guardar semillas de alta calidad de su cosecha para sembrarlas en el siguiente periodo de cultivo y que pueden intercambiar semillas a través del trueque o comprarlas a precios muy reducidos. Sin embargo, creo que la migración hacia las ciudades y hacia Estados Unidos, resultado de las políticas nacionales de desarrollo, representa el riesgo más grande para los maíces nativos de México.
El problema se vuelve más complicado si consideramos la importancia cultural del maíz. Si esta columna tratara temas de religión, me aventuraría a hacer un sondeo sobre quién es más importante en la cultura mexicana, si la Guadalupana –a propósito de hoy– o el maíz.
Entonces, ¿cómo conservamos esta diversidad genética y cultural del maíz?
La forma más eficiente de conservar a este cereal es realizar colectas de semillas y guardarlas en bancos de germoplasma. Estas instalaciones, que son comparables con las naves de baja temperatura que se pueden ver en las regiones hortícolas de estados como Michoacán y Guanajuato, permiten que la semilla se mantenga viable y se pueda sembrar muchos años después de que se cosechó. Sin duda, el banco de germoplasma de maíz más importante es el del Centro de Investigación y Mejoramiento del Maíz y el Trigo. En el Estado de México, este organismo internacional mantiene una colección de 28,000 muestras de maíz y sus parientes silvestres, incluyendo variedades nativas y mejoradas de distintos países, que garantizan la permanencia del maíz en beneficio de la humanidad.
Patrocinado por el gobierno de México, se inauguró en marzo el Centro Nacional de Recursos Genéticos, en Tepatitlán, Jalisco. Este banco de germoplasma representa un esfuerzo sin precedente en México y servirá para preservar la diversidad genética endémica de México –no sólo del maíz–, sin importar su origen biológico, pues contempla albergar 19 mil muestras de semillas, 13 mil 500 de especies animales, dos mil de especies acuáticas y mil ochocientas de especies microbianas. Esta arca de Noé mexicana se suma a una red de bancos de germoplasma mantenidos por distintas instancias, que incluyen a gobiernos, instituciones académicas y redes de productores, que han hecho esfuerzos muy serios para conservar nuestros recursos fitogenéticos a lo largo de muchos años. Entre ellos destaca el Banco de Germoplasma de Productores de Maíz de México en la Universidad Autónoma Agraria Antonio Narro. Al momento de ser inaugurado en 2010, este banco de germoplasma tenía capacidad para conservar hasta 100 mil muestras de maíz y estaba planeado para dar servicio a los productores, exclusivamente. Una forma de apoyar estos esfuerzos sería contactar al banco de germoplasma local o a la red de productores más cercana e iniciar un proyecto de crowdfunding, pues las cuentas de electricidad de estos sitios deben ser bastante elevadas.
Pero los bancos de semillas sólo preservan la parte biológica. Aunque pudiéramos guardar muestras de todas las variedades de maíz y de sus parientes silvestres, se perdería la memoria sobre el uso de muchos de ellos. Los únicos maíces para los que podremos conservar tanto la parte biológica como la cultural son aquellos que se sigan sembrando de manera más o menos tradicional.
Para que ello ocurra, los ciudadanos también podemos ejercer distintas acciones. Personalmente, no creo que una marcha afuera de la Sagarpa sirva de algo para este caso, pero sí creo que al organizarnos como consumidores podríamos fomentar el cultivo de algunos maíces orgánicos.
Vuelvo a invocar el ejemplo de la semana pasada sobre las cooperativas de consumidores; una que tiene presencia en varias ciudades es ViaCOOP. También existen compañías que se dedican a comercializar productos orgánicos, incluyendo maíces nativos, como Aires del Campo. Sin embargo, ambas opciones requieren una inversión –de tiempo, de dinero o de voluntad– que no necesariamente está al alcance de todos.
Para ayudar a que los productos de maíces nativos lleguen a las tienditas de la esquina o a las tiendas de conveniencia, donde muchos hogares se surten, haría falta la existencia de entidades que certifiquen la procedencia del maíz, un esquema parecido a las certificaciones de “orgánico”, pero a través de una ONG para que no tenga costo para el productor. Con esa certificación, identificable por un logotipo, los consumidores en las ciudades podrían elegir en su tienda los productos hechos con maíces nativos.
El reto sería convencer a los grandes distribuidores y comercios de participar en el esquema. Un indicio de que esto sería posible es el hecho de que ya existe harina Maseca de maíz morado. Por algo se empieza.