En las últimas semanas se ha revivido la percepción de que el maíz, pieza característica de la alimentación en México, se encuentra en riesgo. Esto puede sonar contradictorio si consideramos que el maíz es el cereal que más se produce en el mundo. En el mundo se cosecha más maíz que trigo desde 1998 y desde 1960, por lo menos, más que arroz, según datos del Departamento de Agricultura de EE.UU., compilados por Lester Brown. Por ejemplo, el año pasado se produjeron 874 millones de toneladas de maíz en el mundo y apenas 695 de trigo y 464 de arroz.
Su tipo de fotosíntesis, que le permite desarrollarse en ambientes más cálidos y más secos que el trigo o el arroz, además de los además de los avances tecnológicos y el desarrollo de híbridos (convencionales y transgénicos), han permitido extender el cultivo del maíz a casi todo el mundo. Incluyendo en varios países del África subsahariana el maíz se ha convertido en la principal fuente de alimento –aquí hubiera sido bueno que los paquetes de ayuda internacional incluyeran a otras especies de la milpa.
Pero el maíz es víctima de su propio éxito. Como hemos discutido en otras entregas de esta columna, “la humanidad” se volvió muy buena para producir maíz y con el aumento de la producción se abarataron sus costos. En consecuencia se buscaron usos para el cereal, distintos a los alimentarios y forrajeros, como la producción de etanol o de plásticos. Actualmente, estos nuevos usos demandan la producción de grandes cantidades de muy pocas variedades de maíz altamente productivas y homogéneas. Seguramente las compañías que producen harina de maíz y alimentos para ganado también demandan variedades de alta productividad y homogeneidad del cereal.
Esas tendencias de homogeneizar la producción del maíz representan una amenaza potencialmente seria para la diversidad del maíz. En México el riesgo se agrava por el éxito que tuvo el TLCAN en aprovechar las llamadas ventajas comparativas de los países socios: EE.UU. produce maíz “barato” y México produce una gran variedad de hortalizas, que se venden uno al otro. En términos de seguridad alimentaria podríamos conceder que las políticas han sido exitosas porque, aunque no se produce todo el maíz que se necesita para satisfacer la demanda nacional, el país cuenta con suficiente dinero para comprar el que haga falta. Esa es la teoría.
Sin embargo, el dejar al campo en manos del mercado ha desincentivado la producción de la mayoría de los maíces. El precio internacional del cereal sigue siendo relativamente bajo, por lo que su producción comercial es rentable sólo a partir de cierto volumen. Así, las personas que se siguen dedicando a la agricultura tienden a producir hortalizas, como nos compartió un lector hace dos semanas.
Además, la realidad económica del país ha obligado a muchos productores a abandonar sus tierras y buscar sustento en otras actividades e incluso migrar a las ciudades o en el extranjero. Esto, en mi opinión, representa el riesgo más grave que enfrentan las más de 60 razas mexicanas de maíz, cada una con numerosas variedades desarrolladas para usos locales muy específicos en gran parte del territorio nacional. Quienes siguen sembrando esos maíces son agricultores de edad cada vez más avanzada. Y lo siguen haciendo más bien por tradición y por orgullo que porque sea rentable.
Entonces, ¿cómo protegemos a nuestro maíz y garantizamos su persistencia? Depende de cuál maíz y de cual parte del país estemos hablando. No son iguales los climas, las tradiciones, ni la diversidad de maíces en Sonora –donde el desarrollo de variedades de trigo dieron origen a la Revolución Verde– que en Michoacán –donde se piensa que se domesticó el maíz.
Si consideramos que los agricultores de todos los grupos étnicos desarrollaron a los maíces actuales a lo largo de siglos, el gobierno federal debería tener interés en conservar a los maíces nativos de México, pues forman parte tanto de nuestra diversidad cultural como de nuestra diversidad biológica. Así lo reconocen la Conabio o la Sagarpa, entidades que lleva varios años financiando el estudio de los maíces de México y de sus parientes silvestres, así como la conservación de semillas de distintas partes del país.
También sería deseable que los gobiernos estatales fomentaran la conservación de sus maíces locales. Un ejemplo de ello es la “Cruzada estatal de siembra de maíz” de Michoacán. Este programa, que está en su segundo sexenio, a pesar de que cambió el partido en el gobierno, dedicó su primera fase a conocer cuales maíces nativos se cultivan en las distintas regiones del estado y apoyar a los productores para, en una segunda fase, fomentar la creación de empresas semilleras y blindar, así, a la producción estatal de los vaivenes de los precios internacionales. Desconozco si el programa ha cambiado, pero su permanencia es buena señal.
Finalmente, en este país neoliberal donde escogimos nacer, nos toca a los individuos –tanto como ciudadanos, pero también como consumidores– una buena parte de la responsabilidad en la conservación de los maíces de cada región. Los habitantes de las ciudades tendríamos que familiarizarnos los usos tradicionales de los distintos maíces y fomentar su siembra mediante el consumo de los productos que con ellos se elaboran. En Michoacán, otra vez, las cooperativas de consumidores morelianos incentivan el cultivo de por lo menos tres variedades de maíz para tortillas hechas a mano, además de las variedades que se consumen estacionalmente en diversos alimentos y bebidas tradicionales.
La conservación de los maíces nativos, más que la de otros recursos vegetales, está en manos de todos. Desde los gobiernos que deben fomentar su conocimiento y cultivo, hasta los ciudadanos que somos quienes basamos nuestras dietas en el maíz. Después de todo, al tratarse de una especie domesticada, la supervivencia de cada uno de nuestros maíces depende de que se siga sembrando.