Ya es bien sabido que el uso de combustibles fósiles libera gases de efecto invernadero a la atmósfera. Sin embargo, el consumo de petróleo no es la única presión que la humanidad ejerce sobre el planeta. Por ejemplo, se estima que casi 20% de las emisiones de gases de efecto invernadero se deben a la actividad ganadera, incluyendo las infames emisiones de metano que resultan de la digestión de las vacas. Además, la ganadería ocupa 80% de la superficie del planeta que es utilizada en actividades humanas. En otras palabras, las ciudades, la agricultura, las fábricas, etc., están concentradas en una de cada cinco hectáreas, las otras cuatro se usan para la ganadería.
Si consideramos que uno de los efectos colaterales de la economía globalizada adoptada por la mayoría de los países es la popularización de una dieta “occidental” –rica en carne, grasa y almidón– y que se ha visto que en países en desarrollo aumenta el consumo de carne conforme la población migra a las ciudades y mejora sus ingresos, podemos anticipar un escenario en el que se desmontarán más selvas para establecer praderas para la alimentación del ganado, de seguir todo como hasta hoy.
Resolver este reto del desarrollo aparentemente opuesto al ambiente no es trivial. Por ejemplo, ¿se puede sugerir que los países en desarrollo no cambien sus dietas? (o, para el caso, que mejor no se desarrollen para que no consuman petróleo). Probablemente no; en algunos casos comer carne es equiparable con un estatus social relativamente alto, por lo que su consumo se vuelve una aspiración. En otras ocasiones dejar de comer carne no es una opción, como es el caso de comunidades de zonas áridas en las que la agricultura no es viable y la única fuente de alimento disponible son animales que pueden alimentarse de los pastos y hierbas disponibles. En todo caso se tendrían que buscar formas de intensificar la producción ganadera pero manteniendo condiciones adecuadas para los animales en términos humanitarios y de salud. Al mismo tiempo se tendría que cambiar esa percepción del vínculo entre la carne y el bienestar económico.
Otro frente en el que la ciencia está haciendo avances es el posible desarrollo de carne artificial. Aprovechando los avances de años recientes en nuestro entendimiento de cómo se reproducen y nutren las células y sobre cómo se ensamblan los tejidos, es posible, en teoría, cultivar músculo para su consumo. Con esto se evitaría el sufrimiento de los animales y la enorme huella ambiental que la ganadería extensiva tiene. Si los consumidores aceptarán estos productos es otra cosa.
Una tercera alternativa es el cambio de dieta –que en algunos países y centros urbanos ya está ocurriendo– hacia una reducción en el consumo de la proteína de origen animal. Como mencionamos la semana pasada, es posible obtener todos los aminoácidos esenciales a partir de distintas plantas, si bien requiere de más atención que la que se necesita para comerse unos tacos. En este sentido, un grupo de investigadores holandeses encabezado por Elke Stehfest estimaron, en un artículo publicado en la revista Climate Change en 2009, que si se lograra reducir el consumo de carne se podría liberar una superficie equivalente a quince veces el tamaño de México. Esa tierra se podría utilizar –o, literalmente, abandonar– para el establecimiento de selvas o bosques que, a través de la fotosíntesis, capturen bióxido de carbono de la atmósfera, mitigando, así, los posibles efectos del cambio climático.