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Campañas contra el maíz transgénico V: Activismo sostenible

En septiembre del año pasado se cumplieron cinco décadas de la publicación de La primavera silenciosa, el libro de Rachel Carson al que muchos atribuyen el inicio del movimiento ambientalista. Aunque fue escrito para el público en general, el libro dio rigor académico a las preocupaciones incipientes sobre la devastación que el desarrollo sin controles estaba causando en los sistemas de mantenimiento de la vida en el planeta. Un ejemplo mexicano del pensamiento prevaleciente en esa época y que ilustra lo novedoso del planteamiento de Carson fue la Comisión Nacional de Desmontes, cuyo mandato era talar selvas y bosques para extender la frontera agrícola.

Durante mis años universitarios, los profesores que habían crecido durante la época en la que la naturaleza era considerada preámbulo y antónimo de progreso, fueron muy enfáticos en reiterar la diferencia entre la ecología y el ambientalismo: la ecología es una ciencia que estudia las interacciones de los seres vivos con el ambiente y el ambientalismo son activistas escandalosos. Sin embargo, en 1998 varios de los ecólogos más reconocidos en el mundo, incluyendo a tres mexicanos, publicaron una carta en la revista Science reconociendo que ya no existen ecosistemas que no hayan sido alterados directa o indirectamente por las actividades humanas y que el estudio de la naturaleza debe considerar, necesariamente, a la gente. El planteamiento resulta obvio a estas alturas, pero la carta sintetizó e hizo explícita la preocupación de numerosos académicos por la urgencia e importancia de distintos problemas ambientales. Hoy por hoy, los investigadores de las distintas ciencias ambientales tienen que entrarle al activismo.

El detalle es atinarle estrategias que de verdad funcionen. Dos particularidades de la academia limitan su alcance: 1) la incertidumbre inherente a la investigación (¿Hay riesgo de que se transfieran los transgenes al germoplasma nativo?; Sí; ¿Cuánto?; Depende), la cual pone nerviosos a los tomadores de decisiones; y 2) la maldición de Casandra, que resulta de la combinación de creer que los datos hablan, por sí mismos, fuerte y claro –y que quien no los entienda no merece ser interlocutor– con una propensión a cierta torpeza social –aunque insisto en que la mayoría de los académicos son personas normales, si los estereotipos fueran completamente falsos, no serían tan populares personajes como los doctores Mono, Smith y Cooper–.

Entonces, ¿cómo le hacemos para que una preocupación ciudadana y científica se traduzca en cambios de la política pública y en opciones para los consumidores? ¡Depende! Pero el método científico puede ayudar.

Primero hay que definir claramente el problema y los objetivos. El caso del maíz GM en México es muy complejo, porque tiene implicaciones ambientales, económicas, alimentarias y políticas, desde la soberanía y la justicia alimentarias, hasta el desarrollo sostenible, las causas y consecuencias de la migración, las percepciones sobre la identidad nacional y la administración del capital natural. Aunque el reduccionismo ha sido vilipendiado por el lobby de las “ciencias” new age, el avance científico ha sido posible gracias a esta práctica de seleccionar una parte manejable de los problemas y estudiarla a detalle. La estrategia de “divide y vencerás” también funciona para resolver problemas complejos.

Algunos temas, como la llamada contaminación genética, serán más difíciles de evitar. Si, como ya vimos, las semillas con transgenes se dispersan a través del vigoroso sistema de intercambio de semillas de los productores mexicanos, la única manera de evitar la presencia de semillas con transgenes la sería cerrar la frontera al maíz utilizado para alimentar al ganado, que es el que se importa. Sin embargo, eso no no es posible en el corto plazo, porque México no produce todo el maíz que consume.

Sin duda, son lamentables las noticias de que los productores de mieles de exportación en el sureste están sufriendo pérdidas económicas porque se ha encontrado polen con transgenes en la miel. En este caso las organizaciones interesadas podrían apoyar a los productores y utilizar los mecanismos previstos por la ley para declarar territorios libres de transgénicos. Además, podrían apoyarlos para negociar de mejor manera con los compradores europeos de las mieles mejores condiciones y verificar la veracidad de los análisis que acusan la presencia de los transgenes.

Si lo que interesa es mejorar las condiciones de vida en el campo, se deben planear intervenciones. El primero que debería intervenir es el gobierno. Aquí me gustaría poder invocar a la recién lanzada Cruzada Contra el Hambre, pero desde la presentación de “Pepe Tenedor” hasta las novedades de esta semana, el programa genera más dudas que esperanzas –por cierto, si la cruzada fuera en serio me parecería indispensable que participen con dinero los grandes productores de comidas y bebidas chatarra: considerando los problemas de salud que resultan del consumo de sus productos y los beneficios fiscales de los que presuntamente gozan esas compañías, ellos son quienes deberían de pagar esta cuenta–. La realidad es otra y tienen que intervenir la sociedad civil y el sector privado. Sin embargo, los golpes mediáticos tampoco mejoran las condiciones en los sitios donde se necesitan, aunque sí pueden generar conciencia en las ciudades que es donde se concentra el dinero. Otras organizaciones hacen intervenciones en el campo de manera menos espectacular, pero bastante efectiva. Una de ellas, comparable con Greenpeace, por su tamaño y alcance internacional –pero muy diferente en su misión y estrategia– es Oxfam que en México está apoyando a distintas comunidades para producir mejores alimentos y mejorar su nutrición y su ingreso. De hecho, los aficionados a las compras por internet pueden apoyar a Oxfam esta semana.

Otra organización nacional que tiene un programa muy serio de combate a la desnutrición infantil es Un Kilo de Ayuda. Además de aportar los requerimientos calóricos para los niños, los proveen con alimentos fortificados que contienen los nutrientes indispensables para su desarrollo físico y mental y les dan seguimiento a lo largo de varios ñaos. A propósito, la plática TED de Josette Sheeran, quien fue diretora del Programa Mundial contra el Hambre, explica de manera muy clara la importancia de los micronutrientes y nos da un panorama de la vulnerabilidad del sistema alimentario en el mundo.

Las consideraciones culturales en torno al maíz y la posible vulnerabilidad de las distintas razas y variedades son las más difíciles de resolver. ¿Cómo documentas el valor de bienes intangibles y mides su vulnerabilidad? ¿Cómo ponderas el hecho de que sembrar muchos maíces en pequeña escala no es compatible con el bienestar social y económico? Insisto en que lo que está en riesgo, más que los maíces en sí, son las distintas prácticas culturales de quienes los siembran y el éxito de los híbridos convencionales y el diseño del desarrollo económico de México, las verdaderas amenazas.

La academia, el sector privado y la sociedad civil tienen tarea si es que de veras queremos conservar los maíces tradicionales. Desde la academia hay que documentar las distintas variedades locales y sus usos y, con la participación de los productores, desarrollar variedades locales altamente productivas –en general, los maíces tradicionales tienen rendimientos menores a una tonelada por hectárea, mientras que los híbridos pueden producir dos o tres toneladas por hectárea en condiciones de temporal y más de diez toneladas por hectárea bajo riego–. Desde el sector privado hay que usar maíces locales como insumos para sus productos y construir cadenas de abasto que beneficien a los productores. Desde la sociedad civil hay que vigilar, como ya se hace, el actuar del gobierno (sobre todo en esta era del “no te preocupes”) y las prácticas de las grandes compañías. También ejerciendo los derechos del consumidor, comprando, por ejemplo, productos elaborados con maíces locales o directamente a los propios productores. También hay que apoyar a las organizaciones no gubernamentales que hacen intervenciones en el campo para mejorar su productividad agrícola y, con ello, sus condiciones de vida.

Sin embargo, el papel más importante en la conservación de los maíces tradicionales lo tienen las comunidades rurales –muchas de ellas pertenecientes a los distintos pueblos originarios de nuestro país–. Siendo los custodios de esa riqueza genética y cultural desarrollada a lo largo de milenios, ellos son quienes deberían decidir qué hacer con sus maíces. En este debate, como en la mayoría de los que tienen que ver con el campo, casi no se ha escuchado su voz.

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