La semana pasada comentamos el artículo que el profesor Paul Piff y sus colaboradores publicaron en los PNAS sobre cómo el estrato social parece estar correlacionado con cierta laxitud ética, por llamarle de alguna manera, y la propensión a hacer chapuza. En los comentarios a esa entrega, como en otras ocasiones, me regañaron por hacer crónica de investigaciones hechas en Estados Unidos. Es cierto que a partir de un caso particular no es correcto hacer una generalización automática de los resultados. De serlo, tendríamos que considerar a los automovilistas de San Francisco como un ejemplo representativo de la humanidad. Sin embargo, no lo son.
Esa ciudad y las ciudades cercanas en el norte de California se han caracterizado a lo largo de los años por ser muy liberales y, según grupos más conservadores en Estados Unidos, hasta de tener una persuasión comunista. Además, en la llamada Área de la Bahía, que en realidad es un estero, reside una cantidad muy elevada de personas extremadamente inteligentes (medido por su coeficiente intelectual, CI) que fueron atraídos por diversas compañías de software desde todos los rincones del mundo. (Sin embargo, también ahí se están presentando casos de autismo con una incidencia mayor que en la población general, lo cual parece estar correlacionado con los CI muy elevados de ambos padres, pero eso lo discutiremos en otra ocasión). De manera que si los conductores de San Francisco, que son comunistas (y por lo tanto muy solidarios) y muy inteligentes, se comportan como animalitos del estero (literalmente), la humanidad está jodida.
En los comentarios de la semana pasada también se mencionó, y con razón, la importancia de tener valores bien arraigados y su influencia en la conducta de las personas. Precisamente en ese sentido, los profesores de la Universidad Estatal de California, Wesley Shultz y Lynnette Zelezny, analizaron cómo los valores de estudiantes de licenciatura de catorce países americanos repercutían en sus actitudes hacia temas ambientales. Entre otras cosas, registraron el estrato social percibido por los propios estudiantes (los de Ecuador reportaron ser más ricos comparados con la población general de su país y los de El Salvador, más pobres) y qué tan importante era la religión para ellos (otra vez, los ecuatorianos fueron los más piadosos, pero los españoles fueron los más liberales). Las mediciones de valores y actitudes ambientales las realizaron mediante cuestionarios estandarizados que parecen ser la norma en la investigación en sicología (por lo menos en las investigaciones con humanos, porque es poco probable que los comités de bioética autoricen cajas de Skinner con cerveza o toques).
Los estudiantes con actitudes más pro-ambientales fueron los canadienses, colombianos y costaricenses. Los menos fueron los ecuatorianos y los estadounidenses. El caso de los mexicanos y los argentinos es interesante porque aunque el promedio de sus actitudes ambientales fue intermedio, hubo mucha variación. A partir del análisis estadístico de los valores, Shultz y Zelezny encontraron que los tres valores que mejor predicen las actitudes hacia el ambiente en estudiantes de licenciatura fueron el universalismo, de manera positiva, y el poder y la tradición, de manera negativa.
Pero, ¿cuáles son las aplicaciones de estas encuestitas multinacionales? Bueno, la crisis ambiental que ha provocado nuestra civilización que durante este siglo se agravará obliga, en la mente de muchos científicos, a que las conductas de las personas sean cada vez más pro-ambientales y tiendan a ser sustentables. Y ese es el tema central de la investigación del doctor Víctor Corral Verdugo y su grupo de investigación sobre sicología de la conservación en la Universidad de Sonora (muy recomendable la lectura de su ensayo sobre “Aproximaciones al estudio de la conducta sustentable“).
Considerando el adagio mexicano de que “del dicho al hecho…”, Corral y colaboradores de la Universidad de Arizona y del Instituto Tecnológico de Sonora se plantearon un estudio en dos ciudades sonorenses –donde el agua es un recurso bastante escaso y que recientemente fue determinante en la elección a gobernador y en la intención de voto de los habitantes de Ciudad Obregón– en el que contrastaron las actitudes pro-ambientales de las familias (en su estudio, “familia” se refiere a la madre, el padre, o cualquier adulto que habitara en la misma vivienda, y un menor de entre 10 y 17 años) contra sus conductas en términos del uso del agua. Reclutaron a las madres para que registraran cuanto tiempo estaban abiertas las llaves cuando cualquiera de los participantes de la “familia” se bañara, regara el jardín, lavara los platos o “barriera” la banqueta. También, al final del seguimiento del consumo de agua, que duró tres días, aplicaron un cuestionario de actitudes amibentales a los tres participantes de cada una de las 170 “familias” consideradas en el estudio.
Los autores confirmaron que entre más se adhirieran los participantes al llamado paradigma de la excepción humana (el mundo está hecho para el disfrute de los humanos), consumían más agua. También encontraron que entre las generaciones más jóvenes, también de los padres, pero sobre todo en los menores que fueron estudiados, había mejores actitudes ambientales y mejores números en términos de su consumo de agua.
Los autores encontraron que todos los 510 participantes se tardan más en la regadera (8 minutos en promedio) de lo que se recomienda en Sonora (5 minutos) y que las mujeres, independientemente de sus actitudes y creencias eran las que consumían más agua. Sin embargo, ésto, como lo reconocen los autores en su estudio, más bien es un reflejo de las actitudes que prevalecen en las familias sonorenses hacia los roles de género a principios del siglo 21.