Si este mundo fuera trilogía en cinco partes, estaríamos en la cuarta entrega, cuando los delfines dan las gracias y abandonan el planeta:
La diferencia con la saga de la Guía del viajero intergaláctico es que la amenaza que enfrenta el planeta no es la construcción de una nueva autopista espacial, sino el resultado de las acciones humanas, sin mencionar que aquí ni los delfines ni nadie puede abandonar la nave.
Y es que este fin de semana los medios electrónicos y las redes sociale le dieron amplia difusión a la noticia de que se detectó una concentración atmosférica de bióxido de carbono de 400 partes por millón (ppm).
La reacción de alarma y desánimo de científicos ambientales y de ecologistas puede parecer exagerada. Después de todo, 400 ppm es comparable con una cucharadita de azúcar en un garrafón de 20 litros, de esos en los que tenemos que comprar el agua a las compañías refresqueras.
Esas 400 ppm son concentraciones que nunca ha experimentado la humanidad. La última vez que el bióxido de carbono atmosférico alcanzó esa magnitud fue hace como tres millones de años, mientras que los fósiles más antiguos del género Homo apenas tienen una edad cercana a los 2.5 millones de años y nuestra especie, Homo sapiens sapiens, apareció hace apenas 140-200 mil años.
Es verdad que durante el último medio millón de años la concentración atmosférica de bióxido de carbono ha oscilado entre casi cero y casi 300 ppm y que actualmente corresponde un periodo de concentraciones elevadas. El problema es que no se estabilizó en 300 ppm, sino que ha seguido aumentando.
La figura muestra la concentración atmosférica de bióxido de carbono durante los últimos 400 mil años. El recuadro en la parte superior es un acercamiento a los últimos mil años. Es notable cómo a partir de la revolución industrial (desde el segundo cuarto entre 1800 y 2000) la concentración de bióxido de carbono, que se había mantenido más o menos estable durante el milenio, ha aumentado de forma muy acelerada.
En la entrega de la semana pasada un lector preguntó sobre la proporción del bióxido de carbono comparado con otros gases en la atmósfera. Si bien una concentración de 400 ppm es bastante diluida, el calentamiento ocurre por las propiedades ópticas del gas.
Para ilustrar esto, podemos usar el ejemplo de la llamada capa de ozono en la estratósfera. Se trata de una región entre 20 y 40 km de altitud en la que la concentración de ozono puede alcanzar las ocho ppm. Es decir, con una concentración 50 veces menor que la del bióxido de carbono el ozono filtra casi toda la radiación ultravioleta proveniente del Sol.
La superficie de la Tierra emite radiación infrarroja y los gases de efecto invernadero justo absorben ese tipo de “luz”, de manera que casi toda la energía emitida por el planeta queda atrapada en la atmósfera en lugar de disiparse de regreso hacia el espacio. Esta acumulación de calor es lo que ha permitido que exista vida en el planeta y aunque han habido oscilaciones bastante amplias de temperatura a lo largo de la historia, estamos provocando un cambio en el clima a tasas muy aceleradas.
Sin embargo, aunque contamos con modelos que permiten calcular escenarios de temperatura y precipitación en el futuro, no tenemos claro de cual va a ser la magnitud del cambio. Es decir, sabemos que se va a calentar, pero no sabemos cuanto. De cualquier forma, los gobiernos de la mayoría de los países están tomando medidas para adaptarse a las nuevas condiciones en la Tierra. Cuando los bancos interamericanos y fondos monetarios están mostrando preocupación es que se nos vienen condiciones ambientales que nunca habíamos enfrentado.
Lo bueno es que los modelos de cambio climático y de respuestas de los ecosistemas son cada vez mejores y nos dan ideas más claras del ambiente que nos espera durante el presente siglo. Con mayor certidumbre sabremos cuales tecnologías y medidas de adaptación se requieren. Sin embargo, adaptarse al cambio climático será muy oneroso y queda pendiente a quien le toca pagar ese costo.