A principios de este año diversos medios consignaron los resultados de una encuesta sobre percepción pública de la ciencia que comisionaron el CONACYT y el INEGI. Resultó que más de la mitad de las personas consultadas consideraron que los científicos, por la cantidad y el nivel de conocimiento acumulan, son peligrosos. En contraste, ocho de cada diez personas aceptaron que en México se confía “demasiado en la fe y poco en la ciencia”. Es todavía más lamentable cuando uno se encuenra esas posiciones aún en los departamentos de ciencia más ortodoxos de las mejores universidades.
En apoyo a esas percepciones, existen ejemplos muy célebres de cómo el abusar de los hallazgos científicos han causado daños a la humanidad. Quizá el más impactante ha sido la creación y posterior detonación de la bomba atómica que dio fin a la Segunda Guerra Mundial. Los mismos Alfred Nobel, que por puro sentimiento de culpa estableció los premios que llevan su nombre, y George Eastman, el fundador de Kodak, acrecentaron sus fortunas mediante la manufactura y desarrollo de explosivos.
Sin embargo, la gran empresa que es la ciencia, con su muy particular forma de buscar el entendimiento del universo, ha aportado más beneficios a la humanidad que perjuicios. Ahí tenemos como ejemplo a la mecánica de fluídos que nos permite viajar en avión o a la microbiología que nos aportó los antibióticos, una tecnología que, por cierto, está en crisis gracias a la evolución.
Quizá uno de los ejemplos más controvertidos en la actualidad es la llamada Revolución Verde. Después de obtener su doctorado en la Universidad de Minnesota, Norman Borlaug tomó un trabajo en el Valle del Yaqui al sur de Sonora donde desarrolló variedades de trigo de alto rendimiento y resistentes a enfermedades. Más tarde promovió su siembra en México, la India y Paquistán, países en los que creció la producción del cereal de manera muy notable, logrando que México se convirtiera en un exportador de trigo para la década de 1960 y que en los otros dos países se lograra disminuir de manera muy importante lo que ahora se conoce eufemísticamente como “pobreza alimentaria”.
Al trabajo de Borlaug se le atribuye haber salvado la vida de más de un millardo de personas alrededor del mundo. Ésto le valió el premio Nobel de la Paz en 1970 y lo motivó para dedicar la segunda parte de su carrera, hasta su muerte en 2009, a tratar de combatir la hambruna en diversas regiones de África de una manera sostenible –lo cual, a la fecha, no ha sido logrado.
Celebrando las contribuciones que la ciencia ha hecho a la humanidad, la UNESCO ha declarado al 10 de noviembre como el Día Mundial de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo. Aunque haya caído en pleno fin de semana vale la pena reflexionar sobre el tema. En el caso de México, podríamos también reflexionar sobre las aportaciones que puede hacer la investigación científica para encontrar solución a los grandes retos que enfrenta el país en materia de suficiencia alimentaria, de adaptación al cambio climático y hasta los de seguridad.
Si lográramos que quienes dictan las políticas públicas en México tuvieran un pensamiento más positivista –pero no como los conductores de televisión que creen que alguien que suscribe esta filosofía está lleno de optimismo y “buenas vibras”– y basado en el análisis de la información en vez de apoyarse en cuestiones mágicas o divinas –como el nuevo gobernante de Miguel Hidalgo en el D.F., quien atribuye su trastorno obseso-compulsivo a su signo del zodiaco, según una entrevista publicada en Gatopardo; o como la cuenta regresiva hasta el fin del mundo que vi este verano en los monitores del aeropuerto de Mérida–, tendríamos leyes más justas, políticas públicas más exitosas y gobernantes menos improvisados.
Si lográramos que las huestes de Elba Esther en formación, además de lenguas originales, exigieran y se dejaran enseñar ciencias, inglés y computación podrían de veras contribuir al desarrollo de este país inculcando a sus futuros alumnos el gusto por las ciencias.
¡Ojalá!