La columna de la semana pasada desencadenó una discusión muy interesante, sobre todo en Twitter. Mi idea fue plantear la pregunta de si los organismos genéticamente modificados (OGM) eran la panacea para los retos de la alimentación y elaborar el argumento que concluía que no. Un “no” muy tímido, en opinión de algunos lectores.
Hoy sí voy a escribir explícitamente a favor del uso de OGM. Más que una provocación, la intención es reflexionar sobre el uso apropiado de las distintas tecnologías que tenemos disponibles. Desde el punto de vista de la protección a la biodiversidad, por ejemplo, podemos objetar fácilmente el uso de maíces o algodones genéticamente modificados en varias partes de México. Sin embargo, la soya, cuyos parientes silvestres son originarios del Este asiático, está lo suficientemente diferenciada de nuestras leguminosas (frijoles, mezquites, huizaches, guamúchiles y otros cientos de especies) que puede ser sembrada en el continente americano sin mayor problema, por lo menos en teoría, como ya ocurre de manera muy extensa en Argentina y en Brasil.
Primer acto
Además de su enorme consumo de petróleo, requerido para la producción de agroquímicos, para las labores mecanizadas y para el transporte de los productos, la agricultura convencional contamina el ambiente al usar venenos para controlar las plagas y las malezas. Quizá el ejemplo más notable sea el del DDT, cuya producción y uso está prohibido en el mundo desde el año 2004. El insecticida que le mereció el Nobel de Medicina de 1948 al suizo Paul Müller “por su efectividad para matar diversos artrópodos”, incluyendo al mosco que transmite la malaria. El problema es que el DDT, como muchos insecticidas, mata parejo a un montón de especies y causa daños a la salud humana.
Aquí aparece una ventaja de la ingeniería genética molecular.
Uno de los numerosos habitantes del suelo agrícola es la bacteria Bacillus thuringensis o Bt. Produce una proteína que es tóxica para las larvas de algunos insectos que son considerados plaga para los cultivos. La maravilla que sólo es tóxica para una sola especie de plaga y es completamente inofensiva para los mamíferos. De hecho, una buena idea fue poner a crecer en el laboratorio a la bacteria para recuperar la proteína y usarla para controlar las plagas. El problema, como era proteína, una fuente de nitrógeno, fue que no duraba mucho tiempo en el ambiente y que se tenía que aplicar tantas veces, que salía más caro que aplicar el insecticida normal. La solución que ofreció la ingeniería genética molecular fue incorporar el gen de la proteína a los cultivos de interés, con lo que se evita aplicar el insecticida (reduciendo costos y mejorando la salud de los trabajadores agrícolas) y los únicos insectos que son afectados cuando llegan a alimentarse de las plantas son de la plaga específica contra la cual fue modificado el cultivo. Con ello se benefician también los polinizadores y los otros artrópodos que no tenían vela en el entierro.
Segundo acto
Según cálculos de la FAO, a principios del siglo la hambruna todavía afectaba a 206 millones de personas en África. Aunque los organismos internacionales, patrocinados por los países otrora imperialistas, han implementado programas de ayuda, muy similares a los “Solidaridad” y “Oportunidades” y “Pro-Campo” que en México otorgan una ayuda en efectivo o en especie para las familias más pobres, el éxito de esos programas ha sido de muy corto plazo. Un resultado específico de la hambruna es la deficiencia de vitamina A que tiene consecuencias, muchas veces letales, en el desarrollo físico y mental de los infantes. Ante esa situación, investigadores del Instituto Tecnológico Federal de Suiza, en Zurich, lograron incorporar la ruta metabólica del beta-caroteno, un precursor de la vitamina A, en el arroz de tal manera que se acumulara en el grano, según su artículo publicado en la revista Science. Con el único objetivo de contribuir a reducir la desnutrición infantil en el África subsahariana, los investigadores ofrecieron la tecnología sin costo. Sin embargo, los cabilderos ambientalistas europeos –región que no tiene necesidad de aumentar su productividad agrícola porque su población tiende a la baja– convencieron a los gobiernos de países africanos de rechazar al arroz dorado (por el color que adquieren sus granos al acumular el pigmento amarillo, que también se encuentra en la zanahoria). Más aún, muchos países de África han implementado, muy a la europea, legislaciones de prohibición total a los OGM, por pura ideología, a pesar de que se necesita aumentar la producción de alimentos en ese continente. Aquí la reflexión es ética. ¿Qué es peor, dejar morir de hambre a la población de un país o utilizar una tecnología que, si bien no será la panacea, puede contribuir a resolver una emergencia?
Coda
El tema del maíz en México es complejo y delicado. Sin embargo, creo que el debate OGM vs. maíces criollos es falso. Unos no son antónimos de los otros.
Por un lado se tiene que producir suficiente cereal para 112 millones de personas que, en su mayoría, habitan en las ciudades. Puntos de este debate son cuanto (si es que) podría beneficiar el uso de OGM, si de veras una producción orgánica de baja escala podría generar suficiente alimento y, ultimadamente, por qué no hay más compañías semilleras mexicanas.
Por otro lado está la necesidad de conservar la diversidad genética, pero también cultural, sintetizada en las más de cincuenta razas mexicanas de maíz. Para muchos de esos maíces el riesgo de extinción no viene de una posible contaminacion genética por OGM, sino del hecho de que, por distintas razones, simplemente ya no hay quien los siembre.