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La ley del diez por ciento

A mediados del siglo pasado, Raymond Lindeman introdujo un concepto que seguramente ayudó a Rachel Carson para escribir su Primavera Silenciosa 20 años después. Se trata de la ley del diez por ciento que señala que en cada nivel de una cadena alimentaria solamente se transfiere 10% de la energía. De esta manera fue posible, por primera vez en 1942, cuantificar la “capacidad de carga” de un ecosistema. Es decir, determinar qué tamaño de reserva puede soportar a una manada de rinocerontes o cuantos pumas podría contener una isla.

El también llamado diezmo ecológico viene a cuento porque con el final de las vacaciones universitarias, todas las instituciones nacionales, desde la UABC, que inició actividades esta semana, hasta la UADY, que regresa a principios de agosto, académicos y estudiantes se preparan para iniciar, en breve, un nuevo año escolar.

Tristemente, el inicio del semestre de otoño también es un recordatorio de que los lugares disponibles son insuficientes para la demanda. Por ejemplo, en los 15 campus que la Universidad de Guadalajara (U de G) –alma mater de la Secretaría de Educación del Distrito Federal, Mara Robles– tiene repartidos a lo largo y ancho de Jalisco, apenas 37% de los aspirantes de licenciatura consiguieron un sitio. Las estadísticas de los aceptados en las licenciaturas de la UNAM, son más dramáticos y cada semestre rondan el diez por ciento.

Sin embargo, en números absolutos, el número de aspirantes admitidos en las universidades públicas para nada es trivial. Por ejemplo, en la U de G, con ingreso anual, pronto iniciarán sus carreras 15 mil estudiantes nuevos y en la UNAM, sólo este semestre, harán lo propio 9,900 jóvenes. Como referencia, 99.7 % de las poblaciones del país, en las que habitaba 37.5% de los mexicanos en 2010 no llegan a los quince mil habitantes.

La crisis de educación superior –es crisis, porque en lo que los tomadores de decisiones implementan medidas y reformas estructurales, está ocurriendo la transición demográfica y estamos perdiendo la ventaja que de otra forma darían los millones de jóvenes que deberían estar graduándose de la universidad y contribuyendo con su talento a mejorar este país– es más complicada de lo que parece y no se va a resolver con la simple creación de más lugares en las universidades.

El problema de los rechazados –y ofrezco disculpas por señalar una obviedad– es eminentemente urbano y como tal tiene que diagnosticarse y atenderse. Entre otros factores, responde a la naturaleza altamente centralizada de nuestro país y a que las universidades no estamos haciendo bien nuestro trabajo de dotar de las herramientas para que los estudiantes se inserten a vida productiva y logren esa movilidad social esperada en un país en proceso de desarrollo con nuestras características demográficas.

Me explico: por un lado, los rechazados que llegan a las noticias nacionales son los que no consiguieron lugar en las universidades del Distrito Federal. ¿De dónde viene la necedad de quedarse en el D.F. si hay numerosas universidades, muchas de ellas muy buenas, en todo el país? (como trivia, nada más en el sexenio pasado se fundaron más de cien universidades nuevas, incluyendo varias de las interculturales). La pregunta es parcialmente retórica porque eso de que la educación es gratuita es un mito: aunque la “colegiatura” de la UNAM cueste menos de un peso al semestre (en el campus de Morelia más de algún estudiante se ha quejado de que en el banco, como no hay caja universitaria, lo menos que les reciben son ¡100 pesos!) es muy costoso dejar de trabajar, comprar libros y mantenerse.

Aunque ya existen créditos educativos, no se me hace muy atractiva la perspectiva de endeudarse por muchos años sin tener una buena posibilidad de obtener un buen trabajo. Una posible solución, más barata que crear nuevas instituciones –además de que no siempre se logra una buena implementación, como lo ilustra la breve pero conflictiva historia de la UACM–, es becar a los estudiantes para que puedan mudarse y cursar su licenciatura en alguna de las universidades estatales. Un esquema parecido a las casas de estudiante (pero mejor logradas que en la UMSNH) o de dormitorios como en Chapingo sería muy eficiente y permitiría que una gran cantidad de jóvenes del D.F. cursen estudios universitarios.

Por el otro lado, las universidades no siempre reaccionamos con prontitud a la realidad nacional [en nuestra defensa, la UNAM, por ejemplo, está implementando salidas técnicas en varios de sus nuevos planes de estudio y el doctor Narro ha fomentado que varios de nuestros programas se adecuen a plataformas a distancia y abiertas; la UdeG también tiene un sistema de universidad abierta muy vigoroso]. Un ejemplo tan ilustrativo como paradójico es esa expresión de que las universidades no vamos a ser los formadores de la mano de obra para las empresas e industrias. Seguramente usted lo habrá escuchado de algún funcionario o profesor universitario en su estado de residencia. El razonamiento detrás de esa expresión noble y se refiere a la expectativa de que las universidades debemos formar a los científicos y a los tecnólogos que puedan generar el conocimiento que desencadene el desarrollo del país. También tiene que ver con la necesidad de “blindar de las fuerzas del mercado” a la formación de artistas y humanistas cuyas aportaciones al bienestar suelen ser invisibles para quienes miden el desarrollo económico, pero cuyos aportes han sido fundamentales a lo largo de la historia.

Sin embargo, muchas veces, la implementación del “no vamos a responder a los caprichos de la industria” se traduce en un completo divorcio, a veces deliberado, entre la universidad y la industria y terminamos formando muchachos que ni cumplen con las demandas del mercado laboral ni cuentan con las habilidades para convertirse en los creadores de las fuentes de empleo.

Otra paradoja de la universidad pública es que solemos venderle a nuestros estudiantes de la retórica de que somos los de abajo, los de afuera. De los intangibles que se enseñan en la universidad, creo que no hay nada más dañino. Primero, acaba de raíz con la expectativa de la movilidad social, que es una de las razones por las que el Estado invierte nuestros impuestos en mantener instituciones de educación superior. Segundo, con estos índices de rechazo de hasta 90%, ¿cuál de abajo?, ¿cuál de afuera? ¡No señor! Los muchachos que en breve iniciarán sus estudios superiores son muy afortunados y tienen una gran responsabilidad para con el país. Eso también lo tenemos que entender desde las instituciones educativas y formarlos como lo que son, en términos reales: una élite intelectual, cuya generación tiene la tarea de sacar adelante al país de una vez por todas.

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